Beneficios del Juego
El tema sobre el que os queremos hablar es “el juego”. Ya que Semillas al Viento es defensora del juego libre, hemos creído necesario reflexionar sobre este. Para ello, vamos a respaldarnos en las investigaciones llevadas a cabo por Stuart Brown que durante toda su carrera se ha dedicado a estudiar el juego en profundidad.
Stuart Brown es un médico, psiquiatra, investigador clínico y fundador del National Institute for play. Empresas muy influyentes lo solicitan para impartir talleres de juego y creatividad y se dedica a repartir sus conocimientos en conferencias y charlas de todo el mundo.
Lo que vamos a hablar a continuación es un resumen de su libro ¡A jugar!, donde explica y expone de forma clara y amena los resultados de sus investigaciones. Todo el contenido se basa pues en la información del libro.
Para empezar, vamos a ver cómo define Brown el juego:
Según el autor, el juego posee una serie de características. La primera de ellas señala que la actividad de jugar se diferencia de otras actividades en que la realizamos con el único fin de divertirnos. No parece estar hecha para ayudarnos a sobrevivir. También es voluntaria ya que no la hacemos por obligación ni por deber. Jugar también es una actividad agradable de por sí ya que nos hace sentir bien y nos estimula psicológicamente. Es entretenida, cuando estamos inmersos en algo que nos gusta, perdemos la noción del tiempo por tanto también nos absorbe. Dejamos de preocuparnos de si tenemos buen o mal aspecto, de si parecemos listos o estúpidos o lo que es más importante: dejamos de pensar en el hecho de que estamos pensando (algunos llaman a este estado clave: experiencia de flujo). Otra característica es que nos ayuda a improvisar y el resultado de esto es que experimentamos con nuevas conductas, pensamientos, estrategias, movimientos o formas de ser. Vemos las cosas de distinta forma y obtenemos nuevas percepciones. Por último, es algo que siempre deseamos hacer, nunca nos cansamos debido al placer que nos produce.
Pero, ¿Cuánto de importante es el juego? Según Brown, la evolución nos dice que muchísimo ya que lo hemos conservado durante toda nuestra trayectoria evolutiva (y no solo en nuestra especie):
“Como científico, sé que lo más probable es que una conducta tan omnipresente en la cultura humana y en el espectro evolutivo esté concebida para sobrevivir. De lo contrario, la selección natural la habría eliminado. Si no sirviera para nada, las cabras montesas que no tienen ganas de jugar sobrevivirían más que las otras (no se despeñarían por los precipicios haciendo acrobacias innecesarias) y trasmitirían sus genes con más éxito. Si el juego fuera una actividad superflua, con el paso del tiempo las cabras que juegan serían eliminadas de la reserva genética y reemplazadas por las crías de las que no juegan. Pero no es así, o sea que el juego debe de tener alguna ventaja que compense el mayor riesgo a morir de las cabras que juegan.
La cuestión es, por lo tanto, por qué el juego resulta útil y en qué modo lo es. Una de las principales teorías sostiene que jugar consiste en practicar las habilidades necesarias para afrontar el futuro. La idea es que cuando los animales juegan a pelearse están aprendiendo a combatir o a cazar para sobrevivir en el futuro. Pero resulta que los gatos a los que no les permiten jugar a pelearse son tan buenos cazadores como los otros. Lo que aquellos no saben hacer…. Y nunca aprenderán a hacerlo… es relacionarse con éxito con los otros. Los gatos y otros mamíferos sociales como las ratas, si de pequeños no pueden jugar en absoluto, después no sabrán adquirir con claridad a los amigos de los enemigos, serán incapaces de interpretar las señales sociales, se mostraran excesivamente agresivos o miedosos, y no manifestarán los hábitos sociales normales. En las batallas del juego, los gatos aprenden lo que Daniel Goleman llama inteligencia emocional: la capacidad de percibir el estado emocional de los demás y de responder adecuadamente a él.
“creo que el juego enseña a los animales jóvenes a tener buen criterio. Por ejemplo, un oso, al jugar a pelease aprende cuándo puede confiar en otro oso y cuándo la situación se vuelve demasiado violenta, cuándo debe defenderse o huir. El jugo le permite ”fingir” que afronta los retos y las incertidumbres de la vida, en un ensayo n el que su vida no corre peligro” (Bob Fagen).
El juego permite a los animales conocer su entorno y las reglas de las relaciones con los amigos y los enemigos. En los humanos, los enfrentamientos verbales parecen reemplazar las peleas bruscas y juguetonas de los animales. Los niños aprenden en el juego la diferencia entre las bromas amistosas y las provocaciones malintencionadas, exploran los límites entre ambas y corrigen su error cuando los traspasan.”
Está claro que jugar nos aporta beneficios porque, como dice nuestro investigador, sino los animales lo hubiéramos apartado de nuestro repertorio genético. Pero, ¿Cuáles son los beneficios concretos que nos aporta el juego? Os los hemos resumido en tres aunque está claro que están muy relacionados:
La primera es la idea de que el juego nos permite tener un espacio/entorno seguro donde se dé lugar el proceso de ensayo-error de la vida.
Desarrollamos nuestro lado social: cuando una persona le sonríe a otra se está abriendo a ella, es una invitación a jugar tan clara como la de un perro cuando se agacha. Durante el juego vamos aprendiendo a hacer lecturas sociales, desarrollamos y trabajamos la empatía.
Desarrolla el cerebro: los animales que juegan mucho aprenden rápidamente a moverse por el mundo y a adaptarse a él. Jaak Panksepp, otro reconocido experto en el juego, ha demostrado que el juego activo estimula selectivamente el factor neurotrófico derivado del cerebro (el que estimula el crecimiento del sistema nervioso) en la amígdala (donde se procesan las emociones) y en la corteza prefontal dorsolateral (donde se procesa la toma de decisiones).
John Byers, un experto en el juego animal interesado en la evolución de la conducta del juego, ha descubierto que la cantidad de juego guarda relación con el desarrollo de la corteza frontal, región del cerebro responsable de lo que llamamos cognición: discernir entre la información importante y la irrelevante, procesar y organizar los pensamientos y los sentimientos, y hacer planes para el futuro. El periodo en el que más jugaban coincidía con la fase de mayor crecimiento del cerebelo. Este se ocupa de las funciones cognitivas fundamentales, como la atención, el procesamiento del lenguaje o la percepción del ritmo musical, entre otras. Byers sostiene que durante el juego el cerebro aprende a conocerse a sí mismo a través de simulacros y pruebas. La actividad lúdica nos ayuda a esculpir nuestro cerebro. Cuando jugamos podemos probar experiencias nuevas sin poner en peligro nuestro bienestar físico o emocional. En el caso de los humanos, puede que la creación de esta clase de simulacros de la vida sea el mayor beneficio del juego. Cuando jugamos podemos imaginar y experimentar situaciones totalmente nuevas y aprender de ellas. Podemos crear unas posibilidades que antes no existían. Establecemos nuevas conexiones cognitivas en nuestra vida cotidiana. Aprendemos unas lecciones y habilidades sin poner nuestra vida en peligro.
El juego también favorece la creación de nuevas conexiones entre las neuronas y entre los distintos centros del cerebro. Se trata de unas conexiones neuronales que no parecen tener una función inmediata, pero que al activarse mediante el juego resultan esenciales para la continua organización cerebral. El juego es un impulso biológico que ayuda a esculpir el crecimiento y el desarrollo del cerebro.
Las investigaciones de Jaak Pankseep revelan que el juego reduce la impulsividad que manifiestan las ratas con el lóbulo frontal del cerebro dañado, una clase de lesión que se puede equiparar en los humanos con el trastorno de déficit de atención con hiperactividad (TDAH), porque afecta a funciones ejecutivas como el autocontrol.
Y, ¿qué pasa si dejamos de jugar?
Las ascidias sugieren el aspecto que un ancestro prehistórico de los humanos (el primer cordado) podía tener hace 550 millones de años. En su forma larvaria, una ascidia tiene una primitiva médula espinal y un montón de ganglios que actúan como un cerebro funcional. Este minúsculo cerebro le ayuda a seleccionar los nutrientes y a alejarse del peligro. Las larvas de ascidia, como la mayoría de las criaturas marinas, pasan la mayor parte del tiempo creciendo y explorando el mar. Pero, en cuanto alcanzan la edad adulta, se fijan permanentemente a las rocas, al casco de los barcos o a los postes de los muelles. Ya no necesitan explorar el mundo como cuando eran larvas, porque las corrientes marinas les suministran los nutrientes necesarios para sobrevivir. Su vida se vuelve completamente pasiva. Las ascidias adultas se convierten en una versión marina de los teleadictos. Estos animales, dando un giro macabro, digieren su propio cerebro. Como no necesitan explorar el mundo que les rodea ni buscar alimentos, devoran sus propios ganglios cerebrales. Las ascidias, al limitarse a subsistir sin jugar nunca, se convierten en unos zombis que devoran su propio cerebro. Si dejamos de jugar, compartimos el destino de los animales que dejan de hacerlo al crecer. Nuestra conducta se vuelve rígida. Las cosas nuevas y diferentes ya no nos despiertan interés. Encontramos menos oportunidades para disfrutar del mundo que nos rodea. Panksepp sugiere que sin el juego es posible que no se desarrolle un aprendizaje óptimo, un funcionamiento social normal, el autocontrol y otras funciones ejecutivas.
¿En qué punto se encuentran nuestrxs niñxs?
De los cuatro a los seis años, jugar con otrxs niñxs se convierte en el crisol en el que se refina la empatía hacia los demás. Los niños, al compartir sus propios elementos imaginativos en los juegos, escuchan las contribuciones ajenas y comprenden los puntos de vista de los demás. Este juego común es el estado básico de la amistad que se da a lo largo de la vida. Un juego común sano se caracteriza por este intercambio en el que se comparte un contagioso entusiasmo.
¿Qué pasa con los juegos de peleas?
Las investigaciones sobre los juegos bruscos en los animales y en los humanos han revelado que son necesarios para desarrollar y mantener la conciencia social, la cooperación, la justicia y el altruismo. La falta de experiencia en los juegos bruscos obstaculiza el intercambio natural que permite a los niños aprender a relacionarse con los demás, y se ha vinculado con un deficiente control de impulsos violentos en la vida adulta. Los estudios de Anthony Pelligrini, investigador dedicado a estudiar los patios de recreo, han revelado que las actividades de la niñez, como perseguir a otros niños, pueden estar relacionadas con la habilidad para resolver problemas sociales, mientras que la explotación agresiva que suele darse más tarde ayuda a resolver los problemas de la dominación y la competitividad.
Según Frost, el juego brusco se define en general como un forcejeo amistoso y, en sentido amplio, puede incluir cualquier juego activo que comporte un contacto físico entre los niños. En la práctica también incluye jugar a ser un superhéroe, una actividad fomentada por los personajes de la televisión. En el colegio los niños asumen los papeles de “buenos” y “malos” y de algún modo actúan cuando juegan al “pilla pilla” o al escondite o cuando simulan combates de karate. Desde la primera infancia el juego brusco es integrador por naturaleza; al principio incluye un juego simbólico preliminar y unos juegos organizados, y con el paso del tiempo se va ampliando en unas versiones más sofisticadas que, a través de la experiencia y el desarrollo, adquieren las características de deportes organizados. Según Frost, muchos adultos no saben diferenciar el juego brusco de la agresión real, y prohíben cualquier forma de peleas, gritos y agresiones simuladas. Pero los niños saben diferenciar la agresión real de la amistosa, y cuando se les permite hacerlo, se enzarzan en juegos bruscos, cambiando la naturaleza del juego para acomodarlo a los intereses y/o exigencias de un líder autoproclamado.